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Juan López y John Ward
Les tocó en suerte una época
extraña. El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto
de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos,
de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios,
de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba
las guerras.
López había nacido en la ciudad
junto al río inmóvil; Ward, en las afueras de la ciudad por la que caminó
Father Brown. Había estudiado castellano para leer el Quijote.
El otro profesaba el amor de Conrad,
que le había sido revelado en una aula de la calle Viamonte.
Hubieran sido amigos, pero se vieron
una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los
dos fue Caín, y cada uno, Abel.
Los enterraron juntos. La nieve y la
corrupción los conocen.
El hecho que refiero pasó en un
tiempo que no podemos entender.
Jorge Luis Borges-1985
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